Llevo cierto tiempo con esto de la fotografía y desde que empecé hace unos cinco años (ya casi veinte cuando vuelvo a subir esta entrada), cada vez se me presenta con más frecuencia la ocasión de hablar sobre la metralla de fotos o la «diarrea visual» a la que se refería Jimmy Fox, el editor de Magnum. Una práctica que se propagó con el uso de las cámaras digitales y el móvil, que se ha convertido en un apéndice del ser humano.

Cuando nos vamos de vacaciones, cuando nos damos un paseo cualquier fin de semana, asistimos a un concierto o cualquier tipo de evento; lo que nunca puede faltar es la cámara de fotos. Da igual que todos la lleven y que luego puedan pasármelas, sic, cada uno debe colgarse su cámara al cuello. ¿Por qué? Porque de no ser así no podríamos comprobar quién la tiene más grande.

El mundo anda loco y el mercado nos ofrece lo que pedimos los locos. Las cámaras digitales compactas emprendieron una doble carrera: menor tamaño de un lado, mayor número de pixeles de otro. Y reducir el tamaño de una cámara de fotos me parece la mejor idea que puede destinarse para su diseño. Cuanto menos peso y menos espacio ocupe en tu bolsillo, más cómodo será llevarla. En cambio, aumentar el número de píxeles no lo es tanto. Todo el mundo piensa que la calidad de una cámara digital radica en los ‘megapízeles’ que tiene, y esto no es así. La calidad es una combinación del sensor y de la lente, y por tanto, cuanto mayor es el primero mejor será la calidad de la imagen capturada.

Entonces ¿qué son los ‘megapízeles’? Los píxeles son las pequeñas celdas de las que se divide un sensor y por donde debe pasar la luz para recoger la imagen. Así, lo que la peña no sabe es que en una cámara compacta cuando aumentan su número, no aumentan el tamaño del sensor. O sea, que lo que hacen es dividir el mismo sensor en un número mayor de celdas, y por tanto, la luz deberá pasar en un espacio mucho más reducido. Resultado: peor calidad de imagen. Conclusión: en muchos casos una cámara con menos megapíxeles puede tener más calidad, siempre y cuando el tamaño de su sensor sea el mismo.

Pero entonces ¿para qué sirven los ‘megapízeles’? Pues para el tamaño final de una imagen sobre el papel. Es decir, con 5 megas ya podemos hacer una copia en papel de aproximadamente un folio A4… con 10 megas, pues el doble o incluso más. ¿Cuántas copias de metro y medio imprimimos? Porque para subirlas a Facebook o Instagram con un par de megas hay de sobra. De todo esto se extrae que tendríamos que preocuparnos más por el tamaño del sensor que por el número de megas.

Y ahora viene lo bueno. Algunos dirán que sí, que tengo razón y por eso se han comprado una réflex, que tiene el sensor mayor, el objetivo mayor y que todo lo tiene más grande. Pero ¿creen necesario cargar con una cámara más grande, mucho más pesada, más golosa para los ‘quinquis’, más llamativa para cuando quieres no llamar la atención…? Y todo ello simplemente para subir las fotos a las redes sociales, y (bueno, se me olvidaba) para competir en el concurso de quién la tiene más grande.

Prescindir de comodidad por una supuesta calidad que en realidad enmascara la necesidad que todos tenemos de aparentar, es un auténtico sinsentido. Me parece un poco estúpido ir por ahí con las réflex colgadas del cuello para terminar haciendo fotos domésticas, cuando con una compacta o un móvil se pueden hacer las mismas fotos en esas circunstancias.

Por no hablar de la necesidad de conocimientos para manejar una réflex, tanto con la cámara como con Photoshop; sin duda este último imprescindible para procesar la imagen posteriormente. Y nadie sabe de apertura, profundidad de campo, obturación, histogramas, RAW, etc.

Hay un procedimiento básico para saber si eres uno de esos gilipichis: si disparas tu réflex en modo «automático» no te salva ni Cartier-Bresson de tu incompetencia. Y por supuesto, no estarás a la altura de tu cámara. Obviamente, aunque sé que andan sobrados de inteligencia, no empiecen a poner excusas, cada uno sabrá por qué y para qué tiene una réflex, o la cámara que tenga. Lo que intento es hacer reflexionar sobre su uso y el consumismo desbordado. Yo el primero, ojo.

Pero esto no es lo mejor. Dejemos a un lado ya quién la tiene más grande y vayamos a la raíz de esta perorata. ¿Para qué tantas fotos? Es cierto que el digital nos brinda la ventaja (entre otras muchas, pero no de un modo absoluto) de no gastar un céntimo de diferencia si hacemos 10 fotos como si hacemos 100. Pero, ¿es que es necesario tener cien fotografías del pórtico de la Gloria, otras cien de la fachada principal, otras cien de las jambas, otras cien del botafumeiro, otras cien del mendigo que hay en la puerta pidiendo, otras cien…? Sólo temo a una cosa más que a una mujer que me pida acompañarla para ir de compras; que me quiera enseñar sus fotos del viaje a la Conchinchina o adonde sea.

Hacer miles de fotos cuando uno va de vacaciones, no sólo no es necesario, sino que deberíamos tenerlo prohibido por muchos motivos. El principal y básico: porque no podemos disfrutar del viaje mismo si constantemente estamos obsesionados con sacar fotos, como no podemos degustar tranquilamente un plato de comida si tenemos a una mano la cuchara y a otra la cámara. Estamos más preocupados en echar la foto que de vivir el momento. La fotografía se inventó para capturar instantes especiales, si hacemos mil fotos de todo, todo deja de ser especial.

Es muchísimo más importante vivir que fotografiar. Y me refiero a esos momentos en que uno viaja para absorber imágenes, olores, sonidos, y sensaciones de todo tipo.

Por no seguir hablando del romanticismo que le ha usurpado el digital a la llamada fotografía analógica. Y no me refiero sólo al cuarto oscuro (quién haya revelado un carrete lo sabrá), sino al curso incesante e instantáneo de hacer una foto y poder verla al momento, restando o castrándole a la fotografía de ese momento emotivo en el que uno recogía las fotos del viaje después de días, semanas o meses incluso, sin saber qué se iba a encontrar; o, mejor, en el que uno movía el papel fotosensible después del positivado y veía aparecer esa imagen especial dentro de la cubeta.

Este rollo romántico de la fotografía, de la imprevisibilidad, de lo viejo, etc., es lo que llevan intentando por ejemplo —y consiguiendo en parte— los del movimiento lomográfico.

Había por ahí una cita de Frank Horvat que decía: La fotografía es el arte de no presionar el botón.

A quien le interese reflexionar un poquito más, os dejo este interesante (y corto) artículo que encontré buscando la foto para encabezar esta entrada. Pinchen en ALTFoto.

Nota: publicada en blogspot el 13/09/2011 y revisada.