Escribo esta entrada desde el aeropuerto de Kigali, justo antes de volver a España de un viaje, esta vez por Ruanda. Quería resumirles la historia de estas vacaciones para que conozcan las vidas de personas que hacen de este mundo un lugar más habitable y más humano, sobre todo cuando la otra parte se empeña en conseguir lo contrario. No es que los negritos sean buenas personas desde que nacen, como si el color de la piel tuviese algo que ver, niet. Sólo que hasta dónde he conocido en este periplo, estas gentes inocentes parece que nunca rompieron un plato. Según en qué sentido, cuesta bastante creer que en 1994 se pasaran unos a otros alegremente por el machete. Hagan la prueba y busquen en Google: ‘Ruanda’, en seguida les aparecerá a su lado ‘1994’, año del genocidio. Y sin embargo aquí he comprendido las palabras de Andrés Montes: «la vida puede ser maravillosa».


Vídeo de presentación de la charla que di en el IES La Rosaleda (Málaga) con el proyecto que inicié junto a mis alumnos y demás miembros del claustro de profesores.

El caso es que he visitado tres proyectos humanitarios de esos que cortan la respiración y anudan la garganta. Realidades tan alejadas que se escapan de las portadas de las revistas y los periódicos, evitando estúpidamente que podamos crecer con valores que harían mejor lo que llamamos «países desarrollados».

Mil Colinas es la ONG, la fundación, la familia (como preferimos llamarla quienes hemos tenido la suerte de conocerla de cerca) que creó María Fernández, una joven educadora social de Madrid, junto con Jesús Chamorro, empresario leonés comprometido con este tipo de causas, y otras personas que colaboran y trabajan en uno de los lugares más pobres del globo. Les hablaré de ellos durante todo el curso, pues los lazos que hemos estrechado han sido firmes, y espero que duraderos. Pero ahora permítanme una ligera presentación de Rukara para que vayan penetrando en el lugar donde existe la utopía.

Casi todos los días los pasé en Mil Colinas, y María ha sido quien me ha enseñado la realidad de un país que en números se coloca en el puesto 151 del Índice de Desarrollo Humano. Hablar de esta madrileña e intentar describirla apresuradamente en un par de líneas es algo que no está a mi alcance. De momento sólo puedo afirmar que no he conocido a nadie igual, y dudo que existan personas con un corazón de semejante tamaño. La dedicación y la labor educativa y afectiva que, junto con Safari, Angelique y Olive, arropa a los niños, no sólo es encomiable, sino que, diría, es imprescindible verlo para poder creerlo. Me dedico a la enseñanza, ya saben, pero nunca vi un entorno que encajase de un modo tan cercano el concepto familiar para tratarse de una institución académica o formativa. Es decir, que aquella conclusión a la que llegaba Daniel Pennacen Mal de escuela toma forma en el aula de Mil Colinas.

Me perdí todo este tiempo grabando vídeos y entrevistas, fotografiando hambrientos de alimentos y de afecto. Niños tratados con mayor crudeza que a un adulto, abandonados a que correteen su suerte, obligados a trabajar cuando apenas levantan un palmo del suelo. Créanme, que me los topé en carreteras y caminos con menos de cuatro años, caminando solos, a veces cargados como animales de garrafas de agua, a veces leña para la cocina. Olí el hedor que desprende la pobreza, mucha pobreza. Pequeños pelando tubérculos con un «umuhoro» (machete) más largo que sus hermanos mayores. Me colé hasta las profundidades de Rukara (situada a unos cien kilómetros de Kigali, la capital) para traerles un documento gráfico que pueda servirles para replantearse lo que se hayan podido plantear. Pues nuestros esquemas se parten en mil pedazos cuando ves cómo existen escuelas donde los alumnos no tienen libros y en cambio les ruge el apetito de un león por conocer eso que hay más allá de sus polvorientas calles. Asistí a mi primer parto y vi cómo cosían sin inmutarse a una mujer tras dar a luz a un peludo retoño. Pude recorrer el país y visitar la frontera con Congo y Tanzania, disfrutar de las bondades de la naturaleza viendo el amanecer en el lago Kibu, en Kybuye, y contemplar cómo se escondía el sol de Kigufi y Gisenyi. Estuve en hospitales, colegios, mercados, chozas, huertos. Conviví con varias congregaciones de monjas. Incluso conocí al obispo de Rukara, Antoine Kambanda.

Mil Colinas tiene mil historias que contar. Historias rotas por el hambre, el alcoholismo. Niñas que fueron violadas, que fueron embarazadas prácticamente en la pubertad. Niños que intentaron quitarse la vida antes de vivir. Pero también esconde destellos de luz, la de la sonrisa de los ciento cincuenta alumnos que luchan por labrarse su futuro creyendo en la educación. Lo hacen en condiciones tan adversas que no es otra que una utopía lo que encierra este lugar.

Volveremos a hablar de ella. De momento búsquenme en su web y en su página de Facebook, y en su Twitter. Hay fotos de quien golpea las teclas de esas que uno nunca quiere que se publiquen, que cuentan cosas que hice, que hablan de donde estuve. Y cuando me hayan encontrado, olvídense de mí y lean lo que hace esta ONG, y vean a los niños de ese mundo olvidado por todos nosotros para rendirles el homenaje que se merecen quienes, como dijo Harper Lee en Matar a un ruiseñor, «Uno es valiente cuando, sabiendo que la batalla está perdida de antemano, lo intenta a pesar de todo y lucha hasta el final, pase lo que pase. Uno vence raras veces, pero alguna vez vence».

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Ahora estoy en Doha, o sea, el “mundo civilizado”. Los petrodólares y todo eso. Parada obligatoria para hacer escala hasta Madrid. La capital de Qatar posee uno de los aeropuertos más ricos del planeta, salas equipadas con ordenadores Apple y una exposición de coches deportivos cuyo valor daría de comer a toda la población de Kayenzi durante más de un año. Contradicciones.

En Kayenzi, al este del país, se me grieteó el alma con la asociación de discapacitados que fundó Gaudence Mukamana, una hermana ruandesa de las «Misioneras de Jesús, María y José». Abadahemuka es su nombre. Allí acuden cientos de niños y jóvenes con diferentes tipos de enfermedades, sobre todo ocasionadas por sufrimiento fetal al nacer, pero también con síndrome de Down, osteomielitis (infección en los huesos), epilepsia, distintos tipos de malformaciones, etc. Son atendidos por Hiesron en una minúscula sala con escasos recursos. Hay momentos en los que uno aparta el ojo del visor de la cámara y se pregunta qué demonios ocurre. Fueron varios días los que pasé en aquel lugar apartado de la civilización, a casi veinte kilómetros de la carretera más cercana, cuestionándome muchas cosas, escuchando atentamente las historias que Gaudence me narraba junto a un álbum de imágenes desoladoras mientras yo, horrorizado, trababa de evitar que el pulso se me colapsara. También viví las inquietudes de diez risueñas aspirantes a monjas, con preguntas acerca de España que, cada noche, saeteaban en mi dirección. Igualmente, volveremos a hablar de Abadahemuka en posteriores ocasiones.

En la cola del aeropuerto para subir al avión, escucho a alguien, un chico, quejarse enérgico con palabras malsonantes y evidente indignación porque por lo visto saldremos con retraso. Imagino que estará de vacaciones. Puede que por su estado de excitación no lo parezca, pero lo está. Su indumentaria veraniega le delata las dos semanas en Tailandia, la India o Japón. Tal vez en uno de esos todo-incluido que te hacen la vida más fácil, y aburrida. Me pongo música en mis auriculares (Erza was night de Grandbrothers) mientras me pregunto quién sufre más retraso, si el vuelo o el imbécil de las bermudas horteras. Después, me detengo observando a una chica de bonitos rasgos orientales, de piel morena igual que su tierra, y el pelo del color de las noches estrelladas. El vestido le roza su cuerpo como si le acariciase con delicadeza. Es una mujer bellísima me digo a mí mismo, pues no vendría a cuento reconocérselo. Quizás si se estrella lo haga.

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Ya por fin en Barajas, ahora Barajas-Adolfo Suárez donde repongo fuerzas con un bocata de jamón y un Aquarius por los que me han clavado diez euros. Eso sí, depositados en una máquina automática siguiendo las indicaciones de la cajera. Bienvenido a la civilización. De momento veinticuatro horas de viaje. Apenas he dormido. Si desvarío más de lo acostumbrado sean benévolos.

En Kigali, con María conocimos el proyecto de fundado hace varios años por Guy Musy: Street Children Project en inglés. Mushashi Sosiane, una chica ruandesa con una boca por la que asomaban grandes dientes nos atendió con suma presteza. El centro tiene distribuidos distintos barracones entre los que se encuentran un dormitorio para dos chicos, aulas y una pista de deportes en las que desarrollan actividades los 360 que recogen de la calle esta fundación. Tienen entre los ocho y los dieciséis años. El objetivo fundamental se centra en integrarles en la sociedad, pues sufren diversas dificultades debido a un entorno familiar poco aconsejable. Aunque hay muchos huérfanos, otros habitan en hogares desestructurados y pasan el día fuera de casa. Allí cuentan sobre todo problemas de drogas y delincuencia. Consumen marihuana, pegamento, petróleo y un polvo blanco que traen de Uganda y llaman «huesos humanos». Los monitores rondan los barrios para poder captar a nuevos niños y vigilar el comportamiento de los que ya han sido acogidos. A veces lo hacen incluso durante la noche. Su financiación depende de Cáritas, pero Sosiane nos dice que les han advertido para que busquen la ayuda por sus propios medios. Intentan recaudar alguna cantidad elaborando collares con papel que luego pintan, aunque los ingresos que obtienen con esto son exiguos. Desde luego nos faltó tiempo cronológico y sobró mal tiempo climatológico. Cayó una tromba de agua que nos obligó a refugiarnos en una pequeña tienda de artesanía.

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Cada vez que piso un sitio como éste me digo lo mismo: cuánta falta haría que en colegios e institutos fomentaran este tipo de viajes. Cuánta riqueza en el intercambio cultural, en la contraposición de culturas y relativización de realidades. Cuánto se aprende cuando ves cómo en otras partes del mundo no tienen absolutamente nada. Es lo más parecido a vivir un encarcelamiento a lo Edmundo Dantés. Pero parece complicado que esto llegue a darse alguna vez cuando difícilmente puede uno desarrollar una charla o un evento para tratar de enseñar tales temas. Si estamos en manos de incompetentes que no han viajado, que no han leído, que no han sentido nada, ni conocen nada, cómo queremos que nuestros hijos puedan salir de la ignorancia. Machado: «Todo lo que se ignora se desprecia».

La educación es una utopía, aquí y allí. Sin embargo uno puede ver en ciertas caras quiénes son y quiénes no son creyentes. Lo dice un descreído. Pero qué alegría y satisfacción es comprobar que otros suspiran por saber, por aprender, conocer lo que hay detrás. Que los hay que apuestan firmes y de un modo ciego en eso que al resto se les parte el pecho al mencionarlo, pero es a lo primero que recortan cuando escasean recursos económicos. Y no me refiero, cuando critico, sólo a los políticos. Cada vez pienso con más frecuencia que no son los verdaderos responsables de este esperpento.

Como anuncié antes de viajar, El club de los faltos de cariño me acompañó en mi larga travesía. Manu Leguineche fue ameno y enriquecedor como no podía ser de otra manera quien ha brincado tantas veces saltando de mapa en mapa. Me dio ideas para afrontar el libro que estamos sopesando. Uno lee a estos grandes periodistas y aventureros y piensas: Rafalito, estás malgastando la vida, chaval; perdiendo el tiempo en estupideces… El lobo estepario de Hermann Hesse se coló en el último momento en mi mochila. Lejos de resultar un alivio me confirmó la angustia que a veces siento de estar atrapado en este mundo que hemos alimentado para devorarnos a nosotros mismos en un futuro no muy lejano… Y fue Joseph Conrad y Victoria con quien terminé mis lecturas si no tenemos en cuenta las primeras cincuenta páginas que traté de asimilar de El hombre rebelde, escrito por Albert Camus. Comprender un libro tan denso en el pdf del móvil resulta algo dificultoso (da gusto echar la culpa a los medios cuando en realidad es la propia incapacidad la responsable). Pero volviendo a la historia de Heyst que cuenta Conrad, se nota cuando las cosas son hechas por alguien que tiene oficio. Sin ser su libro más loado, consigue atraparte en una trama que disecciona la condición humana como lo haría en el cine el mismísimo John Ford en La diligencia o cualquiera de sus filmes.

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Publicado en un viejo blog, septiembre 2014.