Se habían sentado el uno frente al otro con las piernas cruzadas. En la playa, la arena húmeda por el rocío de la noche refrescaba la tibieza de sus cuerpos envueltos en una pátina de sudor. En el mar, el reflejo azul de la luna chispeaba en un camino infinito.

— Valoras mucho lo que tienes. —Le dijo ella entre afirmación y pregunta.

— No tanto como debería. Pero sí, a veces comprendo la riqueza que poseo de disfrutar a ciertas personas que me rodean. Rememoro algo que dijo éste o aquél, y cuando entro en esos recuerdos se me escapa una sonrisa. Y creo que para eso vivimos. Lo más importante son los hermanos que se eligen, como decía Manuel Alcántara. O sea, los amigos. Porque la felicidad no es absoluta si no es compartida. A esta conclusión llegó Christopher McCandless en su lecho de muerte. El americano ese que huyó a la naturaleza salvaje de los bosques de Alaska intentando escapar de este maldito mundo y de todas sus posesiones. Hicieron una película: ‘Into the wild’. Magnífica.

La chica se quedó pensativa, sin desclavar sus pupilas en él. Sin duda esperaba algo más, intuía que aún había otro poco que sacarle. Y medio inquirido, medio escrutado, el chico al fin prosiguió:

— Porque el refugio de un hombre es eso que se esconde bajo el cuerpo de una mujer. Ésa que nadie la señala, pero que nadie sabe cómo renunciar.

— Y lo dices tú que andas solo.

— Precisamente por eso. Porque estoy solo, pero no siempre fue así. —contestó.