Hay cuatro cosas seguras: que se envejece demasiado deprisa, que morirás, que el ser humano es un hijo de puta peligroso, que el cuerpo de una mujer es el lugar más hermoso de la Tierra y poco más. Lo otro es incertidumbre.
—Arturo Pérez-Reverte.
La tarde en la que se acabó el mundo no nos dimos cuenta a pesar de que las luces declinaban. El horizonte vencido como un anciano se volvía irreversible oscuro y negro. Un sudor frío recorrió mi espalda y comencé a retorcerme en la ansiedad, en un dolor cada vez más agudo e intenso.
La tarde en la que se acabó el mundo ya no pudimos hacer nada. Estuvimos torpes con el corazón. Las ilusiones se quedaron sentadas en un par de butacas vacías de un teatro donde había acabado la función. De repente los focos ya estaban apagados, el telón había caído y no supimos decirnos adiós. En la entrada un cartel grande avisaba: cerrado por resignación.
La tarde en la que se acabó el mundo no la reconocimos. Maldita sea. Nos quedamos pensando que vendrían tardes mejores sin saber que ninguna quedaba. Esperé como un idiota con la única esperanza de la desesperación. Quitaron tu nombre del diccionario.
La tarde en la que se acabó el mundo todos los besos que me diste escocían como heridas en sal. Y Sabina cantaba en mi cabeza que «los besos que más duelen son esos que no has dado». Ni los abrazos. Ni el roce de mis dedos paseando por las calles de tu cuerpo. Ni ver aquella boca entreabierta por la que cualquier guerra se habría desatado.
La tarde en la que se acabó el mundo desapareciste en una esquina. Y a aquellos labios que me besaron no se les escapó ningún «te quiero». Me fui de nuevo como un estúpido, confiado en que no dejaríamos de vernos. Confiado en que al último beso le seguirían otros. Pero no supimos reconocer al último. Ni siquiera yo, que empecé besándote como si nunca fuese a hacerlo más.
La tarde en la que se acabó el mundo me di cuenta de que el mundo no tenía importancia. Y el único refugio eras tú. El mundo eras tú. Y sin embargo también eras tierra hostil, otro mundo en guerra, libre, sin bandera, ni dueño ni hombre. Como Dafne convirtiéndose en árbol cuando Apolo trataba de alcanzarla.
La tarde en la que se acabó el mundo quería escapar como lo intenta sin éxito un preso de la soledad. Romper los grilletes y saltar la valla. Aquella vez nuestras miradas no se anudaron cuando tus ojos se clavaron en los míos. Estábamos juntos pero tan distantes como ahora.
La tarde en la que se acabó el mundo te convertiste en un renglón que empezaba como éste. Y como éste continuó. Como si fuera el eco que languidece repitiéndose en el tiempo hasta que la esperanza dejó paso a la aceptación y ésta al lacerante deseo de borrar tu huella indeleble.
La tarde en la que se acabó el mundo fuiste pasto de mi voraz melancolía. Alimento para las hojas de un libro por escribir. Una historia triste que se me queda pegada renunciando al olvido.
La tarde en la que se acabó el mundo… cuando pienso en ella tan solo te recuerdo. Y sólo me acuerdo de ti.
La tarde en la que se acabó el mundo todavía acude a mí todas las tardes.
Pero la tarde en la que se acabó el mundo ya era demasiado tarde y Sabina ahora cantaba ‘Como un explorador’.
Todos los días se acaba el mundo y no nos damos cuenta.