«La sorprendí mirándome fijamente a los ojos, con sus ojos azules, transparentes como dos cristales de agua. Los que se clavaron en mí durante esos segundos que parecen alargarse horas. Y su pelo rubio, y era alta y esbelta, y muy llamativa; completamente irresistible.
Debí de acercarme por instinto puesto que no recuerdo haberlo razonado. Mi cerebro jamás mandó esa orden, pero mi cuerpo se dirigió a ella sin más. Todo de un modo irracional, como son estas cosas; como un reflejo sin sentido que te empuja de forma natural en mitad de un torrente de impulsos.
Ya de cerca, el encanto fue aun mayor, diría que en aumento, como me imagino lo infinito, creciente. Me detuve justo enfrente y de nuevo sin calcularlo, le tendí la mano preguntándole su nombre. Qué sorpresa del destino —pensaba mientras tanto— alinearía los planetas para que la descubriese en aquella plaza de La Habana, allí, como si estuviera esperándome.
Cuando se rio, su sonrisa como la agitación de las alas de Morfeo, sopló sobre mi cara dejándome en estado de hipnosis. Anduve en ese mismo instante de la mano de Hipnos y de Nix, cayendo en el mundo de los sueños, escuchando una bellísima voz que musitaba dulce, limpia y cristalina, palabras de amor que punzaban dardos sedantes sobre mi cuerpo. Salían de sus labios como notas que danzaban en equilibrio sobre pentagramas ondulantes en continuo movimiento.
Casi al oído, me hablaba de la casualidad, de la pura casualidad de habernos conocido allí; los dos, españoles que pudieran haberse conocido perfectamente en cualquier librería de Madrid, no sé. Una tarde de esas de invierno, un domingo de fiestas en navidad de las de mucho frío. Abrigándose entre la muchedumbre mientras copos de nieve caen sobre los adoquines. En La Gran Vía, en Callao, en la calle Libreros. Pero no, no fue ahí el lugar donde nos encontramos. El azar nos puso en una cálida plaza, la de Armas, en La Habana, en Cuba, bajo el sol de la isla caribeña, entre el calor de esos vendedores cubanos que miman a sus libros expuestos en anaqueles de madera. Todo muy antiguo, muy usado, muy leído. Como ella.
Sí. Su aspecto revelaba su vida anterior. Sus arrugas hablaban de su experiencia; probablemente la de una auténtica trotamundos. Aunque aquello la hacía aún más atractiva, mucho más atractiva. Como digo: irresistible.
Le desvelaré quién es, porque ha transcurrido mucho tiempo y todavía hoy sigo pensando qué destino habrá querido hacernos coincidir aquel día y en aquel lugar. Supongo que alguien se empeña en confirmarme una y otra vez la certidumbre de saber que no somos nosotros quienes elegimos, que la suerte y el azar y las circunstancias de la vida te llevan por uno u otro camino; entre diferentes viajes, entre diferentes conversaciones, entre diferentes lecturas. Y a mí, por suerte, aquel sábado 28 de agosto del pasado verano me flechó su mirada de un modo fulminante «Los ojos de la guerra» y no hubo forma alguna que pudiera decirle que no.
Sí amigo mío, una mujer figurada la literatura, pero que me persigue desde hace años incluso en los lugares más recónditos del planeta por donde voy. He desistido de huirle y en cambio me he convertido en un promiscuo de la hoja, ya no me resisto al coqueteo en los burdeles de papel, y soy adicto a todas las faldas de la literatura, donde la mirada perversa o inocente de una portada sabe perfectamente cómo embelesarme.
No sé si a usted también, quizá si se fija atento cómo te observa, cómo se mueve cuando pasas a su lado… Cuidado, no se deje seducir o comprobará qué placentero resulta caer en las redes cada vez que te acecha».
Empecé a escribir este texto en el aeropuerto José Martí de La Habana cuando salía de Cuba el pasado verano. Se me ocurrió hacer una especie de paralelismo entre un encuentro fortuito con una bella mujer y la literatura, el placer de leer, o exactamente, encontrarte con un libro que le resulta a uno muy atractivo. Como digo, no sé por qué me atraen mucho las librerías y me llaman la atención los libros; incluso el libro en sí, antes de leerlo. Desde hace mucho tiempo compro libros, incluso cuando aún no tenía un duro en el bolsillo ahorraba para comprarme libros. Ahora no puedo entrar en una librería porque me dejo una pasta, sobre todo cuando son de fotografía, o mejor, de los trabajos de esos fotógrafos aventureros que lo dejan todo para descubrir otras cosas más interesantes que lo vivido hasta ese momento.
El libro que les menciono no es un libro cualquiera, «Los Ojos de la Guerra» es un libro de fotógrafos, de periodistas, de escritores que participan en él recordando a Miguel Gil, un cámara español que perdió la vida en una emboscada en Sierra Leona. Lo de Miguel Gil es admirable, cada vez que le echo un vistazo a su biografía se me pone la carne de gallina y una especie de frustración personal me invade. Los cojones que hay que tener para mandar todo a tomar por culo y lanzarse en una moto de trial a los Balcanes, a la guerra de Yugoslavia, a vivir con los refugiados. Miguel era abogado y se cansó de coger todas las mañanas el autobús para ir al bufete. Lo dejó todo por sus ideas, por ese impulso altruista, humanitario, o qué narices sería… la cuestión es que se largó a la guerra con una mochila y sin un duro para convertirse en periodista y contar lo que allí pasaba.
En el libro «Los Ojos de la Guerra», varios periodistas (hasta setenta reporteros), entre ellos Gervasio Sánchez y Pérez-Reverte, nos hablan de Miguel al que conocieron, y de la profesión. ¡Cómo no iba yo a sorprenderme cuando aquella mañana en La Habana me encontré este libro de segunda mano, todo húmedo y amarillo? Fue un auténtico regalo del destino que hoy he querido compartir con ustedes hablándoles de lo especial que puede resultar un simple libro.
Aquí les dejo el enlace al libro, la página de la fundación de Miguel Gil y el documental:
Los Ojos de la Guerra, PLAZA & JANES S.A. -, Barcelona, 2001.
www.fundacionmiguelgilmoreno.com
Los Ojos de la Guerra de Roberto Lozano.
**Originalmente esta entrada fue publicada en blog antiguo.