Tenía la mirada perdida en mi boca cuando le hablaba. Aquello me incomodaba. Que observase constantemente mis labios mientras me afanaba en contar historias. Podía pensar que no le interesaban lo más mínimo, pero sabía que me escuchaba.
No había un tren en los andenes, la poca gente que caminaba por la estación lo hacía apretándose el abrigo para protegerse del frío. Berlín anochecía tan temprano como tarde se iba el invierno. Las calles pernoctaban oscuras y silenciosas como cuando no las ve nadie. A veces el silencio quedaba roto por voces seguidas de llantos que terminaban ahogándose en la indiferencia. Lo que sí se oía perfectamente era el rítmico taconeo de las botas de los SS husmeando igual que sabuesos. El hijo de puta de Wilhelm Frick. Era el 1 de diciembre del año treinta y tres de mil novecientos.
También yo tenía treinta y tres tacos, y ella las piernas cruzadas y un pitillo en la mano. De ésta le colgaban finas pulseras de oro que al apoyarla pendían en el asidero de la silla. Se sentaba delante de mí. A cierta distancia. La que yo dispuse. Había sobre la mesa que nos separaba un par de cafés, una cajetilla de tabaco y un cenicero con colillas aplastadas. Aquellos ojos verdes no supieron despegarse en toda la tarde.
—El encargo de ayer fue horrible… la agencia del otro día no me pagó… quizás tenga que vender de nuevo la Leica para abonar el alquiler…— Como si estuviese escuchando, seguía perorando mis parrafadas de problemas personales que a nadie debían importar. De repente dijo: —¿Sabes que captas la atención cuando hablas?—. Lo repitió dos o tres veces como si acabase de llegar a una conclusión, como si se percatase inesperadamente de lo que no había sabido darse cuenta antes. No era a mí a quien se lo decía, sólo pensaba en voz alta intentando convencerse a sí misma. Y lo hacía sin apartar aquella mirada pegajosa de mi boca. De cuando en cuando acercaba a la suya el vaso de café y añadía otro poco: —Engatusas, como se suele decir—. Estaba allí hablando conmigo, pero al mismo tiempo se encontraba ensimismada reflexionando en eso que acababa de encontrar. Posiblemente el motivo por el cual no había sabido rechazarme.
Al fin, soltó el cristal manchado de carmín sobre la mesa, y apoyada en su barbilla fijó sus ojos sobre los míos. Eran glaucos y vidriosos como pedazos de cristales gastados en la orilla de una playa. En ellos se reflejaban las luces de la estación, de las farolas del andén, y de la brasa a medio apagar de mi cigarrillo. Se quedó callada sin decir esta boca es mía, mientras me escondía en mis palabras intentando esquivar las suyas. El mundo estaba a punto de acabarse y nosotros aún pensábamos el uno en el otro de maneras distintas. Por un lado yo creía que la mantendría para toda la vida, por otro ella me amaba como sólo saben amar las mujeres; llorando por un hombre hasta que lo hacen por otro.
La ceniza de su pitillo caía al suelo abatida por pequeños golpecitos del pulgar contra el filtro. A veces lanzaba alguna boquilla que se escapaba volando desde cenicero hasta cuatro o cinco metros de la mesa; con la lumbre encendida centellando en el trayecto como una estrella fugaz que aterrizaría en el suelo para consumirse finalmente por el tiempo.
Y me volvió a decir, al fumarse el último de los canutos, que sabía captar la atención de una mujer cuando hablaba. Las palabras parecieron salir de su boca como quien escupe después de un mal trago; pensando, que maldita sea la hora en que me presenté en aquella terraza con esas cosas que le escribía: —No creo en el destino. Ni mucho menos que me guiñase dos veces la suerte. De modo que como la posibilidad de volver a cruzarme con usted es demasiado remota, por qué tentar más al azar y perder la partida. Quedemos en algún lugar con menos luz y más intimidad—.
La noche de la estación llevaba un vestido burdeos con zapatos negros y bolso a juego. Protegida por un abrigo de piel y unas medias a tono. Su estilo inconfundible despertaba el interés de todos los caballeros que se le cruzaban. Susan era de esa clase de mujeres que pese a su juventud aprendían rápido. Una mujer sólida que no tardaría mucho en comprender —como lo hacen todas— que a veces no siempre se gana, que también se pierde, y que ésas eran las reglas.
Por contra, yo seguía con mis rollos de la agencia y otras tonterías: —Pues creo que lo mejor sería fundar una cooperativa… puede que toda esta moda de fotoperiodistas termine por fin algún algún día… ojalá en España tengan suerte los republicanos—, cuando Susan ya tenía en la cabeza que un hombre que no se enamora es porque lo está. Y como contra eso no podía hacerse nada, lo mejor era brindar un último beso con los ojos abiertos y ver cómo se diluyen las figuras tras los cristales del vagón. Mientras el tren llegaba a su casa parando en cada estación, jamás volvería a preguntarse por qué no supe quedarme con ella.
Ahora sé que en aquel beso que nos dimos el sello de la despedida venía impreso. Pero fui incapaz de leerlo en entonces, tan imbécil como siempre, como un hombre cuando tiene delante una mujer, una mujer como Susan.
Nota: publicado en blogspot.com en 28/06/2012.