Esta es una reflexión sobre el poder del retrato fotográfico como herramienta de autoconocimiento, autoestima y sanación emocional. La fotografía —especialmente la artística e íntima— permite a las personas verse con nuevos ojos, liberarse de complejos y conectar con su verdad más profunda. La imagen que se obtiene de esa experiencia no es un reflejo literal del individuo. Debemos alejarnos del culto superficial de la belleza y destacar el valor del proceso compartido, sensible y transformador, más allá del resultado estético, como acto de memoria, liberación y autoaceptación.
Llevo veinte años en esto y no me sorprende que en todo ese tiempo nunca haya dejado de leer y escuchar testimonios sobre cómo la Fotografía ha sido una salvación, un analgésico para muchos de nosotros que andamos perdidos. Sin ir más lejos, siempre me ha servido como un refugio donde cobijarme en momentos difíciles. Una amiga fiel desde el principio cuando me abracé a ella en un bache en el que se me derrumbó media vida. Desde entonces también me ha acompañado en etapas mejores. Y aunque no creo que por sí misma pueda dotar de sentido a la existencia de nadie, es una herramienta maravillosa para encontrarlo. Cuanto menos te alivia cuando la soledad te persigue como la sombra de un perro.
Hoy quiero hablar de ella desde el punto de vista pasivo de quien se deja fotografiar. Me gustaría reflexionar sobre el papel del retrato fotográfico en el autoconocimiento, la valoración personal y la autoestima. Lo que diré en adelante también podría aplicarse al autorretrato –no al selfie, puesto que éste no guarda una intencionalidad—. No obstante, me centraré en lo que muchos llaman sesiones guiadas. Las fotos tomadas por otros nos ofrecen la oportunidad de vernos desde una perspectiva ajena, que puede contrastar con nuestra autoimagen y revelar cómo somos percibidos, enriqueciendo así la comprensión de nuestras relaciones.
Desde que comencé con los retratos, la idea siempre ha sido una: buscar una esencia despojando al sujeto de la máscara que todos nos ponemos al mostrarnos al mundo. Deseaba –y sigo haciéndolo— que quienes confiaron en mi cámara se expusieran de un modo sincero con ellos mismos (pretender engañar a otros es, en el fondo, fruto de una auto-negación peligrosa). Este ejercicio puede suponer un reto importante, pero es profundamente liberador. El problema es que muchos aspiramos a que la fotografía nos favorezca y nos devuelva una imagen en la que salgamos guapos. Con tales parámetros, habría personas que encajarían fácilmente en los cánones estéticos, los llamados modelos; y otras que no se reconocerían dentro de esos valores, y que a menudo rechazarían sus propias fotos por ese motivo. De hecho, también suele ocurrir que los del primer grupo desechan con más energía las imágenes en las que no se ven del modo deseado, contradiciendo aquello de que sólo se hacen fotos los hombres y mujeres seguros de su aspecto físico. Esto no es del todo cierto. La diferencia entre unos y otros radica en que algunos esperan obtener un resultado agradable, y otros no; unos se ocultan a pesar de colocarse delante de la cámara, y otros directamente declinan la invitación. Lo que sí comparten es que ambos se identifican con la imagen resultante (creen que son la foto). Pero participar en un proyecto artístico es algo muy distinto. Lo veremos más adelante.
Por estos motivos, hacerse retratos de intimidad no depende únicamente de si somos más o menos atrevidos, extrovertidos, confiados o valientes; todos tenemos inseguridades. ¿Entonces? Pienso que hay personas con una sensibilidad tal, que el hecho de verse en una fotografía artística les seduce tanto, que –independientemente de la dificultad que suponga enfrentarse a sus complejos— están dispuestas a pagar ese coste y asumir el sacrificio.
El proceso que se inicia en alguien a quien le proponen una sesión puede ser el siguiente:
Decides intentar hacerte fotos en las que haya algún grado de exposición.
Luchas contra la inquietante idea preconcebida de quedar indefenso, como un ser diminuto ante una cámara que imaginas gigantesca.
Durante el acto, con la ayuda de la confianza que te brinda el fotógrafo, te liberas de muchos –o incluso de todos— de esos miedos, y sueltas cargas, traumas y heridas en un ejercicio lúdico que no merecía tanta preocupación.
En todos los casos en los que hice este tipo de sesiones, cuando las personas finalmente saltaron a la piscina, reconocieron que el agua no estaba tan fría como esperaban. Tras haber fotografiado de esta manera a más de medio centenar de rostros, el desenlace nunca fue la confirmación de tales temores. Al contrario, se sorprendieron de lo fácil y sencillo que fue en realidad. Muchas de ellas jamás se habían enfrentado a una sesión, aunque otras estaban acostumbradas a posar. Sin embargo, he encontrado más dificultad en estas últimas que en las primeras debido a la “contaminación” que pueden dejar experiencias con otros estilos (y a veces con fotógrafos que no saben guiar adecuadamente a su modelo). Quienes nunca probaron enfrentarse con la cámara, venían a ciegas. Su mente trataba de imaginar cómo sería la sesión, pero eran ideas difusas que al no anticipar nada concreto, no les impedían tolerar la incertidumbre. En cambio, algunas que habían pasado por trabajos de moda, belleza, productos, comerciales en general, etc. –muy presentes en las redes—, traían en la cabeza imágenes más definidas. Así, cuando la sesión no se ajustó a esas referencias y se encontraron con una fotografía más natural, sin posados artificiales ni exagerados, pudieron llegar en algún momento a sentirse desconcertadas o incluso abrumadas.
Mas, regresemos a la definición de retrato de intimidad y profundicemos en por qué, a veces, estas fotografías no son aceptadas por las personas que aparecen en ellas. Suele ocurrir precisamente cuando se consigue la naturalidad, cuando las imágenes desbordan humanismo y podemos evocar el olor de la esencia más íntima de sus protagonistas. Ahora bien, todo gira en torno a si somos conscientes o no de que no somos la foto, aunque en ella se recoja una imagen de nosotros. O sea, la foto no es el individuo en sí. Es el «Ceci n’est pas une pipe» de René Magrite que he mencionado en tantas ocasiones. Y esto cuesta entenderlo especialmente porque cada vez estamos más acostumbrados a identificarnos con la imagen que proyectamos en las redes sociales. Pero en el momento en que comprendes que, en una fotografía –con pretensión artística especialmente— tú dejas de ser en la obra para convertirte sólo en parte de ella, tu ego se desvanece. No eres tú: es una imagen de ti, captada por una cámara manejada por un fotógrafo que adopta una perspectiva. Y en ese punto, debes aceptar que formas parte de algo más grande, más bello.
Así, cualquiera que participe en este proceso comprende que sólo se trata de un juego, y por tanto, que no hay nadie que no sea válido para pasar por el filtro de la Fotografía. Romperemos entonces la idea errónea de que esto va de imágenes bellas de cosas bonitas: un paisaje de ensueño, una modelo envidiable, un atardecer maravilloso… En absoluto. Es un arte que revela imágenes bellas a partir de la mirada de un autor. Pero hay belleza en cualquier lugar y persona, y todos somos dignos de participar en él. Además, la Fotografía no es sólo una práctica estética, es también un medio para escuchar y acompañar, el resultado de un encuentro de experiencias compartidas. Esto es lo que la distancia de la pintura, y ahora de la creación de imágenes con la Inteligencia Artificial. Esta última ha venido para abortar todas aquellas fotografías que apenas eran el resultado de una persecución estética sin más interés que el de conseguir imágenes bonitas. Si de verdad queremos hacer una foto, necesitamos de una experiencia para que más adelante se rememoren las sensaciones que tuvimos: el olor, el tacto, la atmósfera, los sonidos, etc.; recuerdos profundos que se quedaron anexados a esa imagen. La Fotografía es tiempo y memoria. Navia lo explica mucho mejor que yo en su blog.
Si llegamos a digerir todas estas ideas, estamos ante un ejercicio magnífico para mejorar nuestra autoestima (que nada tiene que ver con los likes ni las valoraciones de otros). Como afirma el psiquiatra Bessel van der Kolk: «Fotografiarse, especialmente en contextos íntimos o vulnerables, puede ayudar a reintegrar memorias somáticas desde un lugar seguro». El retrato puede ser una manera de recolonizar el cuerpo con una nueva mirada. Si conseguimos que la sesión se convierta en un espacio de confianza, sabiendo explicar que la belleza no está en la forma, sino en la verdad de quien se atreve a mostrarse; podremos recrear una especie de ritual de iniciación hacia una liberación vital. La Fotografía puede ser un gran aliado para desarrollar una estrategia de autoayuda y mejorar el bienestar personal. Nos ofrece un enfoque que no sólo debe buscar “buenas imágenes”, sino imágenes necesarias en las que se registre la historia de la persona retratada para que se sienta visto de verdad y, en algunos casos, para que se reconcilie consigo mismo. Como dice Judy Weiser (psicóloga y arteterapeuta): «Mientras que otras formas de arte se basan en la externalización de imágenes internas, la fotografía se apoya en la internalización de imágenes externas», es decir, integración de tu propia imagen a partir de la autoexploración y la comunicación. Cada fotografía que toma una persona o que la conserva, actúa como una especie de “espejo con memoria” que puede abarcar un amplio proceso de autopercepción, con un instrumento –como es el fotográfico— que ofrece un registro que trasciende el filtro verbal. Como diría la psicóloga Cathy Malchiodi: «El cuerpo recuerda lo que la mente entierra y las artes expresivas lo ayudan a hablar».
Muchos autores han hecho del autorretrato una forma de terapia encarnada. Como Jo Spence (1934-1992) y Olatz Vázquez (1994-2021), fotógrafas –británica y española respectivamente— que usaron sus cámaras para confrontar con crudeza y ternura la enfermedad del cáncer. También tenemos el caso de Nan Goldin (1953-), quien documentó desde dentro la adicción a las drogas, la violencia, el sexo y el amor. El propio John Coplans (1920-2003), crítico de arte y comisario antes que fotógrafo. Fue reconocido por sus series de autorretratos: imágenes crudas y detalladas de fragmentos de su propio cuerpo envejecido, con las que desafió las nociones tradicionales de belleza y juventud en el arte. En fin, existen múltiples ejemplos de obras que buscan contar algo, pero algo de la verdad de la esencia humana.
Llevo años insistiendo en esta misma idea, pero hasta que la persona no lo experimenta conscientemente no se da cuenta de que mis retratos no pretenden ser fotografías de modelos (palabra que no tiene cabida en mi estilo). Mi propuesta es un encuentro voluntario: una suerte de secuestro por el arte que, si se tiene cierta sensibilidad, puede acabar en una especie de síndrome de Estocolmo. La materia prima de todos mis trabajos –ya sean hombres o mujeres, jóvenes o mayores— es siempre la misma: personas a quienes ofrecí la oportunidad de verse como parte de una obra.