Abrí la ventana hace más de una década. Lo recuerdo expectante y fascinado como la Noche de Reyes, me parecía imposible que desde aquel receptáculo cuadrado cupiese la oportunidad de contemplar tantas y tantas cosas, quizás todo.
Temo el día en que la tecnología sobrepase nuestra humanidad. El mundo sólo tendrá una generación de idiotas.
—Albert Einstein, científico.
Al comienzo la rendija era muy fiiina, apenas se filtraban unos hilos de luz. Pero el vano fue creciendo cada vez más , y lo que era una brisa suave se convirtió en un vendaval. Y a final, la ventana, de dos hojas, se abrió de par en par como si un torrente de agua la empujase poniendo patas arriba toda la habitación.
Cierta inquietud, hambre de información, qué sé yo; me llevaba a curiosear todos los días y a todas horas. Miraba por si había alguien como la madre que observa escondida a la hija cuando llega tarde a casa; y el caso es que siempre había. La hora era indiferente, la ventana daba hacia una calle tan pateada como el asfalto en un desfile militar, y desde ella, igualmente, se veían otros edificios también con sus respectivas cristaleras, todas ellas tan abiertas como bocas de polluelos hambrientos. Apenas dos o tres persianas eran las que habían cerrado al mundo sus vergüenzas. Quien no paseaba se asomaba para comentar, para decir ji-ji, ja-ja. Y así transcurría el tiempo, sin parar como el agua de río que no se detiene en su viaje hacia el mar. Los mensajes comenzaron siendo cortos y precisos, en plan: oye, bájate y nos vemos en la esquina a tal hora, y cosas de ésas. Pero luego se ve que la pereza ganó la partida y cada uno se acodaba en su alféizar como en la barra de un bar, y horas y horas pasábamos hablando de esto y de aquello. Como digo, no había turnos fijados, igual que los ojos de patio de antaño donde chismorreaban, bastaba con sacar la cabeza en cualquier instante para que alguien respondiera. Y los temas; daba lo mismo, había de todo. Eso sí, se cruzaban unos con otros y en ocasiones resultaba difícil escucharse.
El del quinto, Ignacio, solía gritar tan fuerte que yo, que hablaba desde el tercero, no podía oír bien a la del séptimo. Estaba Pedro, el del segundo, que a cada cosa que decía Rubén, el chico alto del primero, le llevaba la contra y le tildaba de naranja. Naranja era como llamaban a los que pensaban que en la guerra del treinta y seis la culpa la tuvieron los violetas. Violetas… violetas eran los otros, qué más da. Ricardo, el hombre moreno de pelo canoso que vivía en el sexto del edificio amarillo, se asomaba cada domingo y opinaba de los asuntos que iba asuntando cuando andaba por la calle. Lo hacía con esa sabiduría que le habían dado tantos años de un lado para otro, pero muchos le increpaban y lo acusaban de violeta o de naranja según antojo. Era una especie de circo, de camarote de los Hermanos Marx en el que igual participaba un talento gigante que un talento enano. Filósofos y payasos, doctores y mercachifles, elefantes de biblioteca y ratones de la sabana, marionetas emancipadas y directores sin orquesta, luciferes de pacotilla pervertidos por sonrisas de ángeles angelicales, snobs y newhipsters del siglo veintidós punto com.
Asimismo estaban quienes anunciaban lo que iban a desayunar, almorzar o cenar, sacaban el plato al vuelo y venga, decían: mirad qué suculento, qué buena pinta. Y los que te informaban de la película que habían visto (las buenas y las malas), la ropa que acababan de comprarse, la fiesta en la que la pillaron gorda o, los previsores, la fiesta en la que pensaban pillarla. El primo del amigo del sobrino que les visitaba ese fin de semana, una boda de hermanos, una comunión de ateos, cumpleaños todos los días, bautizo, divorcio o grano en el ojo que elogió Quevedo, podían convertirse en noticia, en comidilla de aquel radiomacuto con un zumbido ensordecedor —al que llegué a maldecir varias veces— que atravesaba todas las paredes de mi casa como un tenedor. Tuve que cerrar los cristales cuando pretendía no ser molestado, pero las piedrecitas y los aviones de papel que me lanzaban desde el otro lado entraban sin parar distrayendo mi atención. Y seguían y seguían, curiosamente sin que me parecieran nada pesados. En el barrio acabamos informándonos al segundo, para olvidarlo al instante (1).
Y sin embargo no pude chaparla del todo; la ventana, me refiero. No conseguí resistirme y me asomaba y la abría de cuando en cuando para echar un ojo, dos ojos… Pensar que había gente, a veces desconocidos a los que suponía que quería conocer, me intrigaba. Esa sensación me impulsaba hasta la misma como si estuviese imantada y luego pegajosa.
Mas hoy, después de tanto, decidí cerrarla. Eché la persiana para volver a sentirme sólo conmigo mismo. Había estado así, pero siempre en mis viajes, lejos de casa, sin las curvas de la tentación delante. Y quería sentir lo mismo de otros años y regresar al pasado.
***
Cuatro días sin teléfono móvil ni router, es decir; con la ventana cerrada, me ha parecido una vuelta a otro tiempo. Como digo, me he reencontrado conmigo mismo, he leído y he visto películas. Por fin el tiempo se ha estirado como antes. El día parece que vuelve a tener 24 o más horas y el mundo se ha reducido a dimensiones más acordes con la mía, que es escasa y se agota. En definitiva, la ansiedad del reloj se ha mitigado.
Internet es un agujero negro en el que todos hemos caído y del que no vamos a salir nunca jamás. Es terrible el futuro que viene cuando nos damos cuenta de que nos enganchamos (hasta dimensiones que no somos aún conscientes) a una máquina que nos ha sumido en un espacio imposible de abordar. La máquina nos carcome el reloj vital interno en cada uno de nosotros, poco a poco pero sin descanso. Sacrificamos el contacto directo con otras personas por culpa de otro invento más que, si no sabemos utilizar, terminará esclavizándonos. Piénsenlo, siempre los hubo, y algunos nunca se fueron: la ropa, la casa o la tierra, el coche, la televisión, y ahora el móvil con Internet…
No simplifiquen, todos ellos utilizados de forma inteligente son eficientes e inmejorables herramientas, no digo lo contrario; pero si nos dejamos llevar (y es tan sencillo) acabaremos por agilipollarnos aun más. Sólo cuando en el día a día apagas el teléfono reconoces la dependencia tan absurda que hemos firmado. Y lo peor: Esto ya es irreversible. Da miedo. Lo llaman Infoxicación. No me invento nada, hay estudios al respecto, lo que ocurre es que los síntomas no han llegado a desarrollar las consecuencias y el alcance real definitivo de todo este asunto.
Si quieren, aunque es paradójico, pueden ver la entrevista a Isidro Ferrer (minuto 4:30), un diseñador que propone silenciarse y escucharse a uno mismo huyendo de tantas redes sociales y de tanta interrupción. Pueden leer también el artículo de Atentos a todo… y a nada de Sergio Fanjul en El País, o si tienen más tiempo el libro de Nicholas Carr titulado ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? Personalmente, a mí todo esto no me gusta nada. Y sin embargo comprendo las ventajas.
Foto de cabecera: Fotograma de la película La ventana indiscreta de Alfred Hitchcock en el que aparecen sus dos protagonistas: James Stewart y Grace Kelly. Notaventajas.Nota: Entrada publicada en blog antiguo.